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La sensación es generalizada: nunca ha habido en España esta mezcla, tan explosiva como hedionda, de corrupción moral, ausencia total de valores, falta absoluta de respeto a la ley por parte de la clase dirigente, y carencia de rumbo político. Es como si hubiera entrado un extraño virus: el virus de la incompetencia y la mediocridad, el que deja a las personas inermes ante la carcoma de la putrefacción moral, que siempre antecede a la de la carne. El liberalismo y la democracia, palabras mitificadas por los apóstoles de la modernidad, nos han despojado de las virtudes que siempre, históricamente, habíamos demostrado como pueblo y nos han convertido en lo que somos hoy: un país en jaque mate.
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Una de las cosas que nos ha enseñado la democracia liberal relativista que nos trajo la Transición es que el reo es portador de derechos universales por encima del resto de los mortales. Un delincuente tiene más derechos que un no delincuente, porque lo que busca este sistema es dar las máximas garantías a los delincuentes, no a la gente normal. Los que no robamos, no matamos, no secuestramos, no agredimos, estamos obligados a cumplir la ley sin salirnos ni un milímetro del margen establecido; el delincuente, en cambio, tiene una amplísima oferta de excepciones y medidas especiales a su disposición.
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La mentira, desgraciadamente, gobierna el mundo casi desde el mismo momento en que el hombre puso sus pies sobre él. Esconder la realidad, disimular un acto propio o ajeno, disfrazar las cosas para poder confundir son actitudes que, como digo, están tan unidas a la naturaleza humana como aquellas otras que nos ennoblecen y hacen que parezcamos un poco hijos de Dios. El gran problema de la mentira es que haya quien se la crea. Y cuando no es uno, sino que son miles, o incluso a veces millones, los crédulos, las consecuencias casi siempre son terribles.
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Una sociedad que desprecia las cosas más importantes, como la defensa de la vida humana, y centra sus prioridades y anhelos en lo más banal, como la tecnología o el ocio, no solamente no tiene ningún futuro, sino que el presente la puede hacer desaparecer sin contemplaciones. Occidente, gracias a una clase política realmente despreciable en términos generales, y a una ciudadanía que es víctima pero también cómplice de sus representantes, sólo merece la pena desde el punto de vista de la esperanza que aún tenemos de que pueda redimirse y cambiar su rumbo 180º.
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