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Que España está desprovista de una minoría audaz, ágil y apta para la inmensa tarea de gobernar debería formularse en las mentes de nuestros contemporáneos no como suposición si no como innegable realidad.

Parece ser que la lección histórica nos coloca ante la vista de tan fatídica enfermedad; España carece de muchas cosas, pero esa carencia puede resumirse en una síntesis diferenciada; nuestra Nación está falta de hombres selectos, de la justa figura de un gobernante que recupere para España todo aquello que se ha ido despojando de ella sin esfuerzo.

Pues el pueblo español, en su elemental e intrínseca expresión posee un acervo de valores que nos diferencian de los otros pueblos, valores que nos dieron la fuerza para ser aquel Imperio donde el sol no se ponía. Entre estas cualidades inmanentes a la Estirpe son dignas de relevancia superior la nobleza, la entrega, el esfuerzo y la perduración. Difícilmente es imaginable el encontrar en otra nación tumbas de soldados tan nobles como los nuestros, entrega superior a la de los fieles que crearon el mundo con un crucifijo en la mano y un aspa de borgoña sobre sus cabezas, esfuerzo como el de nuestras madres y una perduración tal que, después de este lánguido proceso de fatalidad, después de haber intentado una y otra vez acabar con España, nadie lo ha conseguido.

Un pueblo heroico, vigoroso y firme dirigido - salvo en esporádicas ocasiones - por una clase política inepta, negada, desertora, cobarde y mentalmente lisiada. Y sucede que cuando estos valores no encuentran empresa en que ejecutar su realización, se tornan en individualismo, frustración, deserción y aventurismo.

Así podemos rescatar de nuestra maravillosa cultura un verso mesiánico;

 

"Dios que buen vasallo si ovviera buen señor"

 

Pues no se caiga en el demócrata error de pensar que es la voluntad general quien decide sobre los destinos nacionales. Las masas son movibles y han de ser guiadas en la efectuación de sus designios; si quienes las conducen son unos hombres pazguatos, estrechos de mente y de espíritu, las masas cabalgarán hacia la descomposición histórica. Así acontece con la élite liberal; un conjunto de profesionales, burócratas de maletín y corbata que comprenden la política como un negocio más. Estos son organizados en conglomerado pueril de cernícalos, se aglutinan en un corral llamado parlamento para no servir a otro interés distinto que el llenar sus maletines de billetes. El parlamento sustituye la inteligencia humana por la coreografía de la discusión. La democracia adivina lo siguiente; siempre valdrá más la actuación de cien imbéciles que el pensamiento mesiánico de un espíritu destinado a la divina tarea del gobierno. Así se desperdicia el talento y la capacidad creadora y, más, perpetuadora de la patria.

 

Pero si, por el contrario, quien dirige a las masas es quien de veras para ello está capacitado, damos con una época primero de cambio y luego de grandeza, una reconciliación de las virtudes de la estirpe con el pueblo, una elevación de la cultura, de la economía, de la industria... una revalorización de la visión internacional y una armonía interna que forje la definitiva e incuestionable unidad. Acontece por lo tanto que una vez se recobre el timón de los destinos patrios, la masa será guiada hasta alcanzar el triunfo de España, la grandeza de la Patria, el resurgir glorioso. ¡La primavera! Y esta primavera necesita ser proclamada por falanges surgidas del estrato social que sienten a España con dolor, que no se conforman con un cambio superfluo que sólo dé con un nuevo habitante en la Moncloa, si no que quieran rescatar esta inmensidad llamada España de la liquidación histórica a la que viene condenada.

 

La justa aristocracia

 

Es pues necesaria la presencia de una minoría rectora. No se trata tanto de un individuo preeminente si no de la presencia de un estrato social de hombres hechos hábilmente para la tarea de gobernar. Una aristocracia que guie todo impulso constructivo del pueblo hacia la grandeza nacional. Esta selecta minoría ha de estar libre absolutamente del veneno político que fluye por las instituciones de gobierno. Si el caudillo que movilice a las masas no es más que un peón del tablero de ajedrez democrático, entonces no merecerá otra cosa que nuestra repulsión, pues al peón le mueven las mismas manos que a las otras fichas; en el fondo, bajo ese perfume de libertad y un acervo más de olores engañinos, no se encuentra más que un aparato de burgueses que sólo aspiran a vivir de España, pero nunca, nunca, a morir por ella.

Pero si acontece que la aparición de unas mentalidades superiores, unos espíritus superiores deciden entregarse a la noble tarea de rescatarnos de las liquidaciones, entonces las masas han de seguir fielmente el paso de la élite, pues camina hacia el triunfo.

Está clara la formula para devolver a España su esqueleto, para dirigir nuestro rumbo hacia la conquista de todos los resortes necesarios a la hora de afanarnos en la creación de un nuevo Estado que sea la fiel representación del genio nacional y la eleve hacia lo más ¡Arriba!

 

Isabel Medina