Inicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivado
 


 

Desde que en 2007 se publicó el ensayo de Nassim Nicholas Taleb titulado "El Cisne Negro. El impacto de lo altamente improbable" en muchas tertulias de expertos todólogos internacionales, marisabidillas redichas, pedantuelos complacientes y enteradillos de alquiler, el término "cisne negro" suele salir con cierta frecuencia para referirse a sucesos de gran trascendencia que han tenido un origen inesperado e inevitable.


Ejemplos de cisnes negros serían, por ejemplo, el éxito de You Tube, los cambios en nuestra forma de comunicarnos por el auge de la telefonía móvil, la influencia de las redes sociales y cosas así. 
 
Esta socorrida teoría también se aplica a sucesos como el 11-S o las crisis bursátiles. El concepto es cojonudo para evitar rendir cuentas a los políticos que, por negligencia, imprevisión o complicidad son responsables de estos acontecimientos. 
 
Al "cisne negro" no se le deben buscar explicaciones a posteriori porque es un fruto del azar más inesperado. 
 
Es la excusa perfecta para exonerar a los políticos de toda culpa. Ante cualquier cagada de éstos, siempre saldrá a colación el puto cisne negro: Oiga, esto era imposible de prever, a mí no me miren, yo he hecho lo humanamente posible pero, claro, como era un cisne negro...
 
Si el término no está siendo repetido ad nauseam por la cohorte de tiralevitas televisivos adiestrados para blanquear la nefasta gestión de la epidemia por la banda de Sánchez es, posiblemente, fruto de la ignorancia y el catetismo connatural a nuestros periodistas y políticos.
 
Pero ya veréis cómo, en cuanto algún tertuliano de la Sexta descubra casualmente el término, éste será uno de los mantras que repetirán todos los voceros gubernamentales cada vez que se hable de los centenares de muertos por el coronavirus.
 
 Acabaremos tan hartos del cisne negro como del careto de ese tipejo desaliñado -creo que se llama Simón- que sale a diario para repetir las consignas del Gobierno sobre la epidemia y que, a veces, se ríe tontamente o se saca un moco mientras contradice lo que dijo el día anterior.  
 
Como contrapunto a esta milonga del "cisne negro" surgió en 2016 la teoría del "rinoceronte gris" a partir de un libro titulado "El rinoceronte gris. Cómo actuar ante los peligros evidentes" o algo así. Estaba firmado por una tal Michelle Bucker y, como era de esperar, al ser una teoría menos amable con los políticos imbéciles o negligentes, el paquidermo goza de menos popularidad que el palmípedo. 
 
Y es que se supone que un "rinoceronte gris" es una catástrofe que se veía venir, que todo el mundo temía pero ante la que nada se hizo para evitarla. 
 
Es como si un Gobierno, por ejemplo, fuera tan imbécil, incapaz y sectario que ante el aviso de una pandemia que ya está teniendo efectos letales en otros países quitara importancia a la misma y no sólo no moviera un dedo para proteger a su población, sino que animara a ésta a participar en manifestaciones y celebraciones a la mayor gloria propagandística de su ideología sectaria. Como una mani de orcos feministas, por decir algo.
 
Al final, el rinoceronte gris se arrancó y nos metió el cuerno por el culo mientras los que no quisieron verlo venir corren a hacer -tarde, mal y nunca- lo que debían haber hecho hace dos meses.
 
Pero si hay unos bichos que definen metafóricamente esta epidemia son esos osos que, hasta hace no mucho, los zíngaros hacían bailar en ferias y verbenas. El gitano tocaba el tambor y el oso, ante el asombro de los parroquianos, saltaba sobre sus patas traseras de una manera que a algunos les parecía cómica. 
 
Pocos sabían que la danza del oso no se debía a un simpático deseo de bailar al oír el tambor, sino a un cruel entrenamiento.   
 
Desde que era cachorro, al oso se le obligaba a caminar sobre  las ascuas de una hoguera mientras sonaba el tambor. El animal asociaba el dolor de las quemaduras con ese sonido. Así, el recuerdo del dolor hacía que cada vez que oía un tambor, el animal saltase.
 
Las ascuas sobre las que nos están haciendo caminar a nivel global los beneficiarios de todas las catástrofes son la muerte y el miedo. Son ascuas muy reales que queman de verdad y que, a veces, como en el caso de España, son avivadas por la negligencia de quien debería apagarlas.
 
Ahora las ascuas queman y el oso se recluye dócilmente en su cueva hasta nueva orden y acepta mansamente que se recorte su libertad.
 
Sólo el tiempo dirá si el entrenamiento ha sido eficaz y el oso, al oír el tambor, se torna obediente sin necesidad ya de quemaduras, o si recupera su primordial fiereza y arranca de un zarpazo la cabeza del tamborilero.
 
J.L. Antonaya