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Aunque la izquierda lleva dos décadas haciéndole la ola al nacionalismo asumiendo que han sido el desdén, la dureza y la incomprensión de Madrid lo que ha generado el anhelo de independencia catalana, tal especie no es más que el clásico regurgitar de tópicos propio del imaginario progresista.  

 

De hecho, ninguna región española ha sido tan favorecida en los dos últimos siglos, ni ha tenido tanto peso en los gobiernos -en su composición y en sus políticas- como Cataluña, que convirtió a España entera en el mercado de unos productos catalanes poco competitivos en los escenarios internacionales. Constituida en locomotora del país desde Isabel II hasta el franquismo, durante el vigente sistema Cataluña ha sido determinante en la vida política y económica española –con el beneplácito del conjunto de la nación-; su actual decadencia es atribuible, además de a los condicionantes generales de la situación, a la pulsión onanista en la que parece complacerse.     

Ciertamente, la oligarquía catalana ha sabido crear un emotivo discurso victimista que tiene un amplio público en Cataluña y, lo que resulta más sorprendente, en parte del conjunto de España; es verdad que más en la España oficial que en la real, que ha comprendido bien el carácter extorsivo de dicho discurso. Pero la izquierda ha asumido sin empacho la argumentación nacionalista, quizá porque coadyuva al propósito de culpar y, pues, debilitar a España.

 

El mantra de que Cataluña ha sido marginada, o preterida u ofendida de algún modo, carece de toda veracidad, por más que se repita hasta la náusea. La verdad es más bien la contraria. La verdad es que no hay razón para la rauxa, esa contrafigura del seny en forma de arrebato iracundo; no la hay y no la habrá.

De momento, ha bastado que el gobierno moviera un dedo –uno solo, y escondido tras las togas del Constitucional- para que se produjera la desbandada. Tampoco es que nadie esperase heroicidades. El nacionalismo siempre ha sido la expresión de los más bajos intereses burgueses rebozados en retórica romántica (poesía más arancel, se decía en los albores catalanistas) y, por lo que se ve, el lirismo les ha durado lo que ha tardado en asomar en el horizonte la insinuación de sanciones económicas. Mano de santo, oiga, que ha sido uno anunciarlo y desertar a toda pastilla no pocos de sus impulsores y amparadores, resolviendo la vieja confusión barcelonesa entre patria y patrimonio. La realidad es que el nacionalismo, en España, nunca ha dado representantes de gran calidad, ni moral ni intelectual.   

Pero habrá pelea, entre otras cosas gracias a la inacción de un gobierno no más valeroso que su contrapartida de san Jaume, y cuya indolencia a la hora de hacer cumplir la ley –abandonando de este modo a millones de catalanes a la arbitrariedad nacionalista- ha reforzado al enemigo, permitiendo que este adelantase posiciones hasta donde era posible, es decir, hasta el límite mismo de la secesión. Llegados allí – o sea, aquí- tiene su objetivo a tiro de piedra.

 

A esto el gobierno lo ha llamado públicamente golpe de Estado, una manera equivocada de nombrar lo que está pasando. Porque no es un golpe de Estado, es algo mucho peor. Un golpe de Estado, sea del signo que sea, pretende imponer a la totalidad de la sociedad un determinado modelo de convivencia y organización; esto de ahora, lo que se perpetra en Cataluña, no aspira a organizar España de otro modo ni bajo otros supuestos, sino a destruirla.  

En línea con la falta de determinación del gobierno de Rajoy, es de suponer que aquí no se va a detener a nadie. La pregunta entonces es qué va a suceder el 2 de octubre, ¿van a seguir al frente de la Generalidad quienes han protagonizado un golpe como este? ¿se va a permitir, como si no hubiese pasado nada, que las instituciones catalanas permanezcan en manos de esta banda de facinerosos?

El gobierno no hace nada por muchas razones, y una de ellas es que cree que el paso del tiempo le favorece, objetivamente. El nacionalismo devenido en independentismo ha venido escorándose de forma veloz hacia la izquierda, desde CiU a ERC, y de esta a las CUP, en una deriva hacia la marginalidad: que el procès esté en manos de algo como las CUP lo desacredita por completo.  

Es muy probable, con todo, que se nos reserve una traca final, porque las CUP no se han visto en otra y no se habrán de ver, y antes de convertirse en el recuerdo de una pesadilla querrán dejar una marca indeleble en la historia.  

 

Por lo pronto, están movilizando a su tropa y han pedido refuerzos por toda Europa de cara al 1º de octubre; las calles serán suyas, y estarán en disposición de activar una auténtica guerrilla urbana a partir de esa fecha, según el plan previsto. Es muy probable que los disturbios no se limiten a Barcelona, sino que se extiendan por otras localidades catalanas.

 

Sería el final más adecuado. Si la situación degenera en algo así, las CUP habrán matado el procès, y sin que el gobierno tenga que mancharse las manos.