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Con frecuencia oímos argumentar desde ciertas posiciones –cuyo objetivo es asfixiar el debate- que tal o cual afirmación en materia histórica (usualmente referida al franquismo, la guerra civil, el Valle de los Caídos o la segunda república) sería imposible en Alemania.

Como mantra irreflexivo e ideologizado para consumidores sin excesivas exigencias intelectuales, hace las veces de expresión tabú, como, en otros contextos, se utilizan los términos “fascista”, “machista”, “homófobo”, “racista” o similares, que buscan la descalificación “ad hominem”.

La apelación alemana se ha hecho muy popular, hasta el punto de que uno jamás sospechó tan extendida germanofilia entre las huestes progres…

Pero ¿es esto verdaderamente esto así?

Empezando por el principio

Es obvio que la comparación entre el régimen de Franco y el nacional-socialista está fuera de lugar por todos los conceptos. Es obvio que no tiene sentido alguno asimilar el régimen racista alemán que desafió al mundo entero a una conflagración de seis años, con el sistema instituido en España a resultas de la guerra civil que tuvo lugar en 1936 por la rebelión de medio país contra un régimen ilegítimo (como ya nadie puede dudar que era la república desde febrero de 1936). 

Los radicales que esgrimen este tipo de argumentación, con todo, lo que pretenden señalar es la singularidad de España donde, al contrario de lo que sucedería en Europa, se mantendría la memoria de un dictador sanguinario amigo de las potencias fascistas -y fascista él mismo-, a través de monumentos, placas, conmemoraciones y recordatorios de todo tipo. No se trata de una argumentación muy sofisticada pero, en la era de Twitter, tiene su efecto. 

Dejando de lado la ridícula pretensión de que Franco fuera fascista, podemos dar por bueno que el régimen de Franco sea asimilable a cualquier otro régimen autoritario de su época. Que es mucho dar por bueno. 

De acuerdo a esto, supuestamente, en ningún lugar de Europa habría lugar en el espacio público para el recuerdo de quienes dirigieron los países europeos durante los años treinta y cuarenta bajo un régimen de este tipo.

En Hungría

Por descontado, esto dista mucho de ser cierto. 

En Hungría, el regente Miklós Horthy gobernó casi un cuarto de siglo, entre 1920 y 1944, y durante esos años promulgó duras medidas antisemitas y llevó a su país a la Segunda Guerra Mundial. 

Nada de eso hizo Franco que, por el contrario, mantuvo la neutralidad de España durante la guerra y acogió a numerosos judíos que huían de la Europa ocupada por los alemanes. 

Sin embargo, en Kereki se ha erigido una estatua a Horthy en una plaza central de la localidad, plaza a la que se ha dado también el nombre del regente. En la Universidad de Debrecen, se ha descubierto una placa conmemorativa, y en Gyömrö, a las puertas de Budapest, la plaza central también ha recibido su nombre.

Estas medidas han sido tomadas con el acuerdo de Fidesz, el partido del primer ministro Víktor Orban, y el de Jobbik, una formación nacionalista húngara. Fidesz, incluso, ha enviado a una diputada de su partido a la inauguración de una estatua dedicada a Horthy. 

Finlandia y Eslovaquia

En el país escandinavo, que estuvo en guerra con la URSS entre noviembre de 1939 y marzo de 1940, y luego entre 1941 y 1944, no esconden la memoria del mariscal que los dirigió durante la Segunda Guerra Mundial contra los soviéticos, Carl Gustaf Mannerheim, aliado de Hitler en esa segunda contienda, conocida como Guerra de Continuación.

En Helsinki hay una estatua y un museo dedicados al jefe del ejército finlandés, que fue presidente del país tras la guerra. En toda Finlandia tampoco faltan centros públicos y parques con su nombre. 

Incluso Jozef Tiso, el último aliado de Hitler en Europa y un notable antisemita, tiene en su pueblo natal eslovaco su casa convertida en museo. 

…y, desde luego, Italia.

En Italia, la figura de Mussolini está presente un poco por todas partes. Es, junto al padre Pío, la mayor industria de recuerdos personales del país.  

El barrio de Eur, a las afueras de Roma –hoy convertido en un centro de negocios- se erigió en los años treinta, con vistas a la Exposición Internacional de 1942, que jamás se celebró. Sobre muchos de sus monumentales edificios de mármol blanco, lleno de motivos fascistas, ocasionalmente pueden leerse frases del Duce. Así, sobre el frontón principal del Palacio de los Oficios -el primer edificio construido en el barrio e inaugurado en 1939-, reza una sentencia mussoliniana: “La Tercera Roma se extenderá desde las altas colinas a lo largo de las orillas del río sagrado hasta las playas del Tirreno”.

Sobre las paredes, las referencias al Imperio que Italia estaba empezando a construir desde que el Duce fuera nombrado primer ministro por Víctor Manuel III, son continuas. En un bajo relieve se representa a Mussolini cabalgando, brazo en alto, sobre las tierras de la Italia fascista imperial.   

Y, por supuesto, siempre pude admirarse en Roma el Foro Itálico –originariamente Foro Mussolini-, un complejo deportivo terminado en 1938, tras diez años de aceleradas obras, que acoge al visitante bajo la inscripción “Mussolini Dux”, y en el que puede leerse, en un mosaico, la consigna fascista: “Duce, os dedicamos nuestra juventud”.

Por toda Roma hay restos de la época fascista, como los espectaculares bajorrelieves del puente Duca D’Aosta, en donde se representa una escena en la que el ejército está en actitud de ataque. Y, fuera de la capital, son igualmente abundantes, desde Predappio hasta Génova. 

Aunque en los últimos tiempos ha surgido una corriente que recuerda a la Memoria Histórica por nosotros conocida, aún se encuentra lejos de las pulsiones talibanescas españolas. Incluso una parte de la izquierda la rechaza y, en cualquier caso, nadie ha propuesto el derribo de monumentos.  

Alemania tras la guerra

¿Qué pasa en Alemania, apelación recurrente de los demolicionistas? 

Tras la IIGM, en una Alemania devastada por la contienda –a veces hasta un 90% de las ciudades habían sido derruido- fue eliminado todo vestigio del nazismo. La derrota del régimen hitleriano había sido completa y absoluta, tras haber desafiado al mundo. La destrucción que los alemanes habían llevado a algunas regiones de Europa (sobre todo en el Este) era comparable a lo que ahora padecía el territorio del antiguo Reich. 

El régimen responsable de aquello fue cargado en exclusiva con la culpa; había que salvar a Alemania como nación y como sociedad y, en consecuencia, se aceptó sin muchas preguntas la idea de que había sido el nacional-socialismo el causante único de la catástrofe y, sobre todo, Hitler.  

De modo que lo que vino después de 1945 supuso una completa ruptura con la Alemania anterior, una negación de todo lo que había representado la historia alemana.  

Nada de eso tiene que ver con lo sucedido en España tras el franquismo, que es origen del actual régimen y que, mediante un proceso reformista, transitó hacia la democracia liberal y constitucional de partidos que hoy rige el país, incluyendo su forma de Estado monárquica. Cualquier parecido entre ambas situaciones es pura coincidencia.

Alemania hoy

Bien, pero ¿qué pasa hoy en Alemania? ¿Puede o no puede hablarse con libertad de cuestiones históricas?

Pese a todos los pesares, si comparamos la libertad intelectual y académica existente en Alemania con la que padecemos en España, el resultado es sonrojante. Una buena muestra la constituye la famosa “Polémica de los Historiadores” (Historikerstreit) que, hace ahora treinta años –mediados los ochenta-, permitió que se expusiesen con claridad algunas posiciones heterodoxas que terminaron creando escuela. 

La citada querella intelectual giró en torno a la interpretación del nacional-socialismo en el conjunto de la historia alemana, que en origen protagonizaron Ernst Nolte y Jürgen Habermas, y que acabó implicando a los principales historiadores e intelectuales germanos. 

Aunque dicha disputa resultó no pocas veces enconada, a nadie se le ocurrió pedir que se privara de la palabra al adversario; un inimaginable, por estos lares, respeto intelectual presidió todo el proceso. Y es que el mundo académico alemán ha sido notablemente plural, algo que contrasta con la España actual. 

Eso permitió que Andreas Hillgruber hablase de “comprensión crítica” al respecto de la Wehrmacht que defendió las fronteras de Europa en 1944-45 frente al ejército soviético, lo que incluía a las unidades de las Waffen SS que participaron en dicha resistencia. Al calor del debate, Karl Dietrich Erdmann llegó a hablar de la grandeza histórica de Hitler, aunque matizase que se trataba de “una grandeza diabólica”, siguiendo a Burckhardt y, en cierto modo, a Hegel.

Desde luego que todo esto no solo generó polémica, sino que fue el centro de encendidos debates, siempre presididos por el respeto a a la inteligencia.  

Una disputa central la constituyó la explicación del nacional-socialismo como un reactivo del estalinismo, del mismo modo que el fascismo lo fue del leninismo, según estableció Ernst Nolte, idea que hoy pervive, y que fue duramente contestada. 

Como lo fuese también, y aún más, el juicio del papel que Hitler jugó en el Holocausto, defendida por Uwe Dietrich Adam, quien relativizó abiertamente el papel de Hitler en la toma de decisiones al respecto, lo que fue respaldado nada menos que por Hans Mommsen. Incluso, ante la ausencia de pruebas documentales acerca de que Hitler ordenase el exterminio judío, Martin Broszat sostuvo que es posible que el Führer nazi no diese nunca esa orden de modo expreso; la forma en que este se llevó a cabo sugiere una serie de acciones poco coordinadas y escasamente planificadas.

Difícilmente este debate –o su equivalente- podría tener lugar en España, donde hace tiempo que la historia oficia como una de las más eficaces palancas de la hegemonía ideológica progresista. 

Los últimos vestigios…y algo más

Algunas edificaciones específicamente nazis siguen existiendo en Alemania, y no deja de ser llamativo que, todavía hoy, en la Casa del Arte de Munich, se conserve un entrelazado de esvásticas en el techo de la parte exterior que a nadie se le ha ocurrido borrar, al apreciar un cierto valor artístico.

En esa misma ciudad sigue existiendo el Feldherrnhalle que, si bien no fue edificado por los nazis, sí fue utilizado por estos con profusión para conmemorar el golpe de Estado de 1923 y las dieciséis víctimas mortales nacional-socialistas que allí cayeron. 

Por supuesto, el Estadio Olímpico de Berlín, sede los Juegos que se celebraron en 1936 en la capital alemana, no ha sido derribado, y en la misma capital del antiguo Reich se conserva una gran cantidad de edificios que evocan poderosamente a la Alemania nazi.  

Y sigue existiendo la Führerbau en Munich y, frente a ella, la Casa Parda, sede nacional del NSDAP, sita en la capital bávara. 

¿Entonces?

Aparte de la exaltación del nazismo en sí, lo que en Alemania está castigado por la ley es la apología del genocidio, o su negación –aspecto este muy discutible-. Lo más curioso del asunto es que, precisamente quienes insisten en la proscripción de los disidentes y apelan para ello una y otra vez a la legislación alemana, son quienes se encuentran en situación de ser más duramente acusados según estos criterios.

Pues no están lejos de la apología del genocidio cuando defienden a la segunda república durante la guerra civil, dado que el único genocidio que se cometió en España en ese tiempo –de acuerdo al derecho internacional-, lo llevó a cabo el Frente Popular contra los católicos, algo que podrían comprobar simplemente con consultar la definición de genocidio. Recordemos que existe un delito de justificación del genocidio (en el artículo 510 del Código Penal), punitivo con la difusión de ideas o doctrinas que justifiquen los delitos de genocidio o rehabiliten regímenes que hayan llevado a cabo estas prácticas.  

La aniquilación de los católicos sucedida en España durante la guerra civil entra de lleno en la definición, dado que su aniquilación fue sistemática, y efectuada en función de su condición religiosa. Ningún otro grupo social sufrió una persecución semejante, hasta la muerte, por razones de tipo político o racial en España, en ninguno de los dos bandos. Cierto que en ambas zonas se persiguió a los adversarios, pero en ningún caso hasta la liquidación física total. 

Sólo los católicos, en la zona del Frente Popular, sufrieron lo que constituye legalmente un genocidio.

¿Y qué hay de Rusia?

No pocos de entre quienes piden –y de entre quienes ejecutan- la supresión de los símbolos franquistas, alaban abiertamente la revolución bolchevique, como sucede con algunos responsables municipales madrileños.

Pareciera, por esto, que habría de mostrase algo más comprensivos con estatuas y placas recordatorias del franquismo, cuando existen varios miles de estatuas de Lenin y unas 7.500 calles, avenidas y plazas, en todo el antiguo territorio de la URSS. Por no hablar del Mausoleo de Lenin, en la Plaza Roja moscovita.

Hay, incluso, estatuas de Stalin, que en los últimos años se están inaugurando en los espacios públicos. 

Uno estaría tentado de pensar que quienes impugnan los recuerdos de Franco y su régimen por toda la geografía nacional, inspirarían su discurso más en Rusia que en Alemania, pero parece que no es así. 

 

¿Sorpresas? te da la vida.