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Según la creencia base de toda la filosofía progresista, los seres humanos somos básicamente un producto social, por lo que es la sociedad lo que nos explica; de la modificación de su estructura y de las relaciones que en ella se establecen se sigue una distinta conformación de las personas, convertidas en un producto enormemente maleable.

El progresismo aligera, por tanto, la responsabilidad personal llegando, en algunos casos, a su completa negación, al descansar la razón de los actos del individuo en las condiciones externas, y no en la libertad de la persona, que apenas sería poco más que un espejismo causado por esos estímulos objetivos externos.

Toda la elaboración progresista está construida, así, sobre una cierta idea de la irresponsabilidad personal. Las consecuencias de tales doctrinas están a la vista, y conducen inevitablemente a un rechazo de la realidad, como todo idealismo que se precie.

En el corazón del progresismo hay, pues, una creencia ambientalista, que es la que permite sostener las tesis de la radical emancipación del ser humano. Dicha idea de emancipación, lógicamente llevada a su conclusión, implica la necesidad de rehuir cualquier sometimientoincluso, como sucede en nuestros días, a la propia naturaleza.

Esto no es, desde luego, un asunto nuevo, sino más bien la versión actualizada de algo que ha tomado diversas formas a lo largo del tiempo.

La vieja querella entre ambientalistas y genetistas tuvo su mejor exponente en la Unión Soviética en tiempos de Stalin, y nos evoca poderosamente la alucinante locura que hoy vivimos. No debemos olvidar que la ideología marxista fue elaborada antes del descubrimiento de la genética, de modo que se erigió sobre un exclusivo ambientalismo social y natural.  

Entre los años treinta y los sesenta del siglo XX, la agricultura soviética fue dirigida por un ambientalista extremo, Trofim Lysenko, quien determinó el sometimiento de lanaturaleza a los dictados del Comité Central del PCUS. Lysenko proclamaba que el hombre no es esclavo de ninguna esencia, ni está sometido a leyes inmutables; la genética era, pues, una estafa intelectual, lo que no tenía nada de extraño si considerábamos que Mendel era un fraile agustino, y además conducía al fatalismo y a la resignación; si los seres vivos tenían una esencia propia, entonces las condiciones ambientales no podían modificar su naturaleza.   

 El proceso culminó en una célebre sesión de la Academia de las Ciencias –por supuesto: había que hacerlo pasar por una verdad científica- que tuvo lugar en 1948, en la que se proscribieron los genes y cromosomas, y se denunciaron las hormonas y los virus como ”consecuencias metafísicas de la mentalidad burguesa”.

 Durante décadas, amparado por Stalin, Lysenko se convirtió en el dictador científico de la URSS. Se llevaron a cabo todo tipo de pruebas, incluso las más aberrantes, con los desastrosos resultados conocidos. Pero el sistema exigía seguir adelante, por lo que Lysenko no tuvo reparo alguno en falsificar dichos experimentos, mientras sus enemigos eran reducidos al silencio, y algunos de ellos enviados al Gulag. De pronto, de todas las instancias llovieron los arrepentimientos y las rectificaciones: nunca antes como ahora había alcanzado la ciencia una altura tal. Un regocijado Stalin brindaba por Lysenko: “Por la ciencia que tiene el valor de romper con las viejas tradiciones, normas y directrices que se han convertido en un freno para el progreso”.

 

¡El progreso! La realidad y la naturaleza, los datos objetivos, no importaban, porque se negaba que tales cosas existieran; lo esencial era que encajasen con la doctrina y sirviesen al progreso, un mito que crecía asfixiando la vida.

 

Sin embargo, la vida se abrió paso y, ante el espectacular fracaso de la ciencia agrícola soviética –que causó unos desastres medioambientales sin precedentes, y que condujo a la URSS a terminar comprando trigo y cebada a la UE, a los Estados Unidos y a Canadá- los soviéticos se deshicieron de Lysenko y abandonaron sus absurdas doctrinas ambientalistas.

Pero, al mismo tiempo, en occidente triunfaba la prédica de un existencialismo que –de otro modo- venía a afirmar algo semejante, esto es: que el ser humano está privado de esencia alguna, y que tan solo es existencia, variable en cada momento. Afirmaciones que han desembocado en la actual creencia de que podemos ser cualquier cosa que decidamos, entre una multiplicidad de opciones –que, en realidad, podrían extenderse hasta el infinito- que abarcan desde la orientación sexual hasta la pertenencia a una especie u otra, o a la elección de la edad que uno desea expresar.  

Como a Lysenko, a los dictadores ideológicos de nuestro tiempo nada les preocupa contradecir la realidad, la naturaleza e incluso la ciencia, porque constituyen la columna vertebral de un sistema todopoderoso que aspira a imponerse sobre la realidad, sobre la naturaleza y sobre la ciencia y que, para empezar, ya lo hace sobre nuestras conciencias.  

 

Hoy, Lysenko ya no proyecta su ominosa sombra sobre las inhóspitas y resecas estepas de Asia central: hoy, el espíritu de Lysenko alienta sobre la orgía de endorfinas en la que vegeta este multicolor rincón del mundo que aún llamamos occidente.