Imprimir
Categoría: Artículos
Visto: 1473
Inicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivado
 

 

Amanecer

Nos hemos acostumbrado a considerar que existe algo que denominamos “revolución industrial”, que afecta a ciertos países de Europa a partir de finales del siglo XVIII. 

Suele resultar molesto recordar aquello de que la democracia es un abuso de la estadística, por lo que, en esta época de seriedad bovina en lo que hace a la dogmática correcto-politiquesa, me apresuraré a señalar que el copyright es de Borges. Por si acaso.

  

Es la cosa que la estadística en la historia, teniendo su importancia, muestra más bien poco. Por cierto, que ahora que se conmemora el centenario de la revolución soviética acaso parezca esta una reflexión particularmente pertinente, porque el bolchevismo fue cualquier cosa antes que una claudicación ante la estadística.   

Tertuliano supo entenderlo perfectamente: “somos de ayer mismo”, les decía a los paganos, “pero ya llenamos vuestras ciudades, islas, fuertes, pueblos, concejos, los campos...”  No había pasado un siglo del aserto de Tertuliano cuando los cristianos se veían tolerados por el imperio –primero-, y poco más tarde obtenían el monopolio de la religiosidad romana. Todo pareció alinearse junto al cristianismo: el arte, la filosofía, el gobierno, las costumbres...y los cristianos no alcanzaban seguramente el 25% de la población para el siglo IV. 

Nos hemos acostumbrado a considerar que existe algo que denominamos “revolución industrial”, que afecta a ciertos países de Europa a partir de finales del siglo XVIII y, con menos titubeos, a su conjunto desde mediados del siglo XIX. Pero pocos reparan en que, en realidad, dicha revolución fue contemporánea de una Europa en cuyo centro y oriente pervivían zares y terratenientes que exorcizaban la modernidad con aspavientos aterrados. 

Incluso en los países en los que despegó la industria con prontitud, esta no fue cuantitativamente mayor que la agricultura hasta mucho tiempo después. Arno Mayer sostiene que fue la Segunda Guerra de los Treinta Años (1914-1945) la que transformó Europa en una región industrial a causa de la exigencia bélica, pero que hasta entonces persistió el Antiguo Régimen, pese a la denominación historiográfica de ese tiempo como la “era de la revolución industrial”. 

Por otro lado, es innegable que el periodo que media entre las dos guerras mundiales solemos denominarlo la “época del fascismo”. Pero, pensándolo bien, resulta que el fascismo sólo triunfó en unos pocos países europeos, de modo incontestable en un par de ellos, y jamás en una mayoría de los mismos. Considerando la opinión pública europea en su conjunto, el fascismo nunca dispuso de un apoyo expresamente más nutrido que el de las opciones democráticas o izquierdistas. Pese a ello, ha teñido con su nombre todo un tiempo histórico.   

Sin embargo, nos sigue seduciendo el número, porque la refutación de ese abuso estadístico es el pecado contra el Espíritu Santo de nuestros laicos tiempos. Por lo tanto, se apela al exceso mágico de la cifra como se invoca al tótem de la tribu. Y, sin embargo, no se trata más que de un espejismo pues, a despecho de todo ello, son los aspectos cualitativos los que definen las épocas históricas.  

La corrección, claro, exige lo contrario, sostenida en un inapelable argumento de autoridad, que podemos resumir en: somos más. Pero ignora que los fenómenos recorren la historia como los ríos subterráneos, surgiendo en el momento en que las circunstancias les permiten aflorar. 

Así, por ejemplo, cuando los medios evalúan el fundamentalismo islámico en términos de mayorías, manifiestan una supina incomprensión. Pero nos alivia, porque el aspecto cuantitativo, según nuestras más caras supersticiones, parece proporcionarnos algún tipo de efecto balsámico, aunque no se adivine muy bien para qué habrá de servirnos. 

La historia nos muestra que la estadística es una veleidosa deidad rectora de los destinos de la contemporaneidad. No cabe duda de que hoy –cuando Europa parece desperezarse de la larga pesadilla en que ha estado sumergida y que Solzhenitsyn motejó de arrebato de automutilación- resulta imprescindible rendirla; lo que será tanto más posible al calor de la mutación histórica que se está operando.   

Ahora falta sacudirse la modorra del duermevela, para que no vuelva a pasar ante nuestra puerta y, otra vez, nos coja adormilados. 

 

Fernando Paz