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Categoría: Artículos
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Tengo que reconocer que veo muy poco la televisión y que cuando lo hago suelo instalarme en esa cosa que mi mujer llama mi 'nothing box' y que viene a ser algo así como mirar al televisor sin ver nada, pasar canales con el mando de forma mecánica y no poder dar respuesta a ninguno de sus interrogantes sobre lo que estoy 'viendo'. "-¿Qué ves? -Nada. -Y ésta, ¿quién es? - No sé". Sin canales temáticos, sin televisión por cable, con los indeseables cuadraditos digitales, ver la tele es un verdadero coñazo. Pero, de vez en cuando, algo llama mi atención y me hace reflexionar profundamente. La última vez que he salido de mi 'nothing box' ha sido gracias a los reporteros de 'En tierra hostil'.

 

 

He aquí uno de esos productos que podríamos denominar 'periodismo puro'. No lo es, está claro, pero es lo que más se acerca al término en nuestros días. Si uno le saca el prejuicio y la intención el resultado es aceptable; con ambos, prejuicio e intención, el resultado es, sencillamente, sobresaliente. Si uno parte de que el periodismo puro no existe y que el periodista, por definición, no es objetivo (ser persona humana -que diría un chungo- tiene estas cosas, que uno es subjetivo) el trabajo de estos reporteros es digno de admiración. La búsqueda de la experiencia vital termina por descubrir el drama social y para ello se necesita una especie de intuición narrativa para llevarnos de lo que nos agrede a lo que nos conmueve y, ojalá, a lo que nos movilice.
 

 

Hablemos del último, del dedicado a la vida de un grupo de españoles en las favelas de Río de Janeiro. El universo de las drogas, las bandas del narco, los gamines, la policía militarizada, la miseria más extrema, el hacinamiento, el hambre y la prostitución. Un universo sin soles, sin mañanas, sin salidas. ¿Por qué un arquitecto, un programador informático o una periodista freelance encontrarían su hueco en el mundo en una favela brasileña? El recorrido por sus callejuelas es un paseo por el infierno, la escena más gore de una película de miedo, la peor de nuestras pesadillas. ¿Por qué abandona un joven el pueblo de La Mancha que le vio nacer para instalarse de ilegal en un cuartucho cuatro puertas más allá del cuartel del narco? Sólo hay una respuesta posible: Por necesidad. Tal vez concurrieron en la decisión de destino un cúmulo de errores, de mal sopesadas ideas preconcebidas que ni las blogueras más audaces son capaces de disipar. Como sea, tomada la decisión, vivirla no es imposible; es incluso deseable.

 

 Cuando vemos a un joven viajar veinticuatro horas en un autobús para atravesar una frontera y quedarse en el Brasil de Dilma de ilegal sentimos que se nos abren las carnes. Se nos abren de la misma forma que hace unos días se nos abrían al saber de las mujeres españolas atrapadas en la prostitución de las calles de Lima, sin un billete de retorno. El muchacho asegura tajante: "Nadie me va a sacar las habichuelas del fuego si yo no lo hago" -una respuesta valiente, honesta, responsable. Es el hijo de un trabajador de Málaga que, ante la imposibilidad de un futuro en España, hizo el petate y marchó a tierras más cálidas. El foco de la cámara se posa en la historia que dejó en España, en sus padres, en lo que sentirían si supiesen lo mal que le van las cosas, las penurias que pasa por no pasarlas en casa. Nos quedamos, sin verle la cara, con ese padre destrozado por haber tenido que ver partir a su hijo de su lado. Nos quedamos con la cara de los padres de la joven periodista freelance haciendo labores de cicerone por las calles de la favela para las cámaras del equipo que comanda Alejandra Andrade. Y en ese momento entro de nuevo en mi 'nothing box' a buscar algo. Está ahí, ocupando todo el espacio mental: Mi propia hija.


 

 El programa termina ofreciendo unas 'claves' de la denuncia. Un sesudo escritor especializado en la historia de Brasil explica el origen de la diferencia social allí: lo llevan en los genes. Brasil, colonia portuguesa, se gesta a partir de dos clases: los colonos portugueses y los esclavos africanos. Básicamente, esas dos clases sociales perviven en la actualidad, al menos conceptualmente. Los núcleos residenciales de lujo albergan a la minoría colonizadora y a los 'elevados' por el fútbol, una práctica que, zoológicamente hablando, selecciona a unos cuantos atletas de los estratos inferiores (sociológicamente hablando) y evita la endogamia de la clase dirigente, perpetuando su supremacía social. Su número se mantiene en una constante en el transcurso de generaciones en términos absolutos. Pocos, muy pocos. En cambio, los esclavos africanos se han multiplicado efectivamente y se han arracimado entorno a las grandes ciudades. Desde el aire, el poblado chabolista crece y se desparrama por las colinas y tiene cercado al corazón financiero. Parece que pueda engullirlo en cualquier momento. Hasta ahora, gracias a la labor ejercida por la PM y el Ejército, no ha sido así y, salvo pequeños intentos contenidos a balazos, la masa allí hacinada no ha sido capaz de perturbar los grandes acontecimientos deportivos que se han organizado en el país. No han faltado a su deber represor ni los más radicales presidentes de Gobierno. La comunista Dilma Rousseff, venida a más con el cargo y trasformada en liberal a dos velocidades al estilo chino, ha hecho lo propio. Es otra de las 'elevadas' y ha demostrado que la revolución en el Gobierno no es lo mismo que la revolución en el Estado. El análisis puede ser acertado pero, concluye el escritor sacando el plano de enfoque del problema brasileño, "nuestros hijos están probando la misma medicina que damos aquí a los inmigrantes".


   

 Aquí está el quid de la cuestión. Es cierto, pero si la conclusión que sacamos de un reportaje de investigación así es que debemos aplicar la reciprocidad en el trato a los inmigrantes y entender que lo que estamos haciendo aquí es lo que ahora están empezando a hacer allí, en cualquier tierra en la que termine paciendo un español, es desenfocar el objetivo. Es rendirse a la evidencia de los hechos, es tirar por los suelos cualquier posibilidad de mejora o solución del problema, es retirar la vista del arquitecto del moño, del diseñador gráfico de Málaga o de la joven periodista freelance, es abandonarlos a su suerte tras una palmadita en la espalda. Es, finalmente, alejar cualquier posibilidad de que vuelvan a casa, de que se reencuentren con sus familias y de que establezcan su futuro y sus familias en España.

 

 No, no están en esa complicada situación, trabajando por un sueldo escaso que les da para comer pero no para volver ni para establecerse legalmente en parte alguna, malviviendo entre narcos y brigadas militares, pensando que una 'bala perdida' puede llevar su nombre, porque hayamos sido muy duros con los inmigrantes que han llegado a nuestras fronteras. Están en esta situación por una pésima configuración económica que beneficia sólo a unos pocos, a esos que han diseñado la estrategia a muchos años vista. Han ingresado en las filas de un ejército de esclavos internacional que vaga por el mundo en busca de amo que le azote a cambio de un plato de comida.

 

 El episodio televisivo de ayer, en su crueldad, ironías de la utilización política de losmass media, nos despierta como un cornetazo del letargo al que, intencionadamente, nos sometía hasta la fecha el sistema. Abruptamente se llega a este 'En tierra hostil' después de que durante años se nos hubiese cloroformado con otro formato televisivo: 'Españoles por el mundo'. La felicidad de aquél, el éxito fácil de cualquier Manolo que tomase un avión y se decidiese a vivir la aventura en tierras lejanas, contrasta mucho, como la noche del día, con este nuevo atracón de realidad. Entonces, la tele sirvió para que cientos de miles de jóvenes españoles comprendiesen que, sin oportunidad por estos lares, más valía hacer las maletas y buscar fortuna lejos de la patria. Y con ese pretexto se ahorraba el Estado la necesidad de establecer bases de futuro en nuestro suelo para sus propios hijos. A cambio, todo eran ventajas. La primera, estadística. Recién salidos de las universidades españolas, los hijos de los obreros ni se planteaban presentar su solicitud de empleo en una oficina de la Administración. Pasaban a no contar de forma voluntaria, a no reclamar, a no exigir. Un pueblo joven puesto entre la espada y la pared nada tiene que perder y puede ser el detonante de una revuelta. Fuera, sus quejas resultan inanes. No contaban. Y no lo hacían tampoco para los datos de paro registrado. Todos sabíamos que las cifras reales superaban con creces a las detalladas en los informes oficiales. Pero no hicimos nada. Convertidos en un país de servicios, la mano de obra barata y poco cualificada empezaba a ser el perfil más demandado por las empresas y para estos cometidos poco importa que tu piel sea oscura o que vengas de Nigeria. Subsistir en el mercado era abaratar costes, rebajar precios, emplear menos mano de obra y, poco a poco, los empresarios empezaron a ver con buenos ojos el tráfico de ciudadanos no españoles a los que no había que pagar viaje de arribo porque lo hacían por su cuenta y riesgo, en la mayoría de las ocasiones, demasiado riesgo. Así que, tras un periodo de adaptación a las nuevas exigencias del mercado, entre la destrucción de empleos y la sustitución de la mano de obra nacional por la exportada, 400.000 españoles, de entre 20 y 35 años, fueron desfilando por nuestras aduanas sin más pañuelo al viento que el de sus familias.

 

Para el que se quedaba la situación era mala y soñaba con el día que reuniese el valor de tomar un avión y seguir a su primo o a su compañero de pupitre o lamentaba haber llegado mayorcito a planteárselo y con cargas familiares. Pero si esto era así, además, su nuevo compañero en la línea de producción, tenía un contrato peor que el suyo, hacía más horas que él y cobraba menos. El mensaje sobre la mesa era claro: cualquier día otro hará tu trabajo por menos de lo que tú me cuestas, tal vez uno de estos rumanos, argelinos o ecuatorianos que tan bien trabajan, no dan problemas y menos quejas. Subiendo los precios y bajando los salarios nos dimos como locos a las tiendas de chinos y esto provocó la ruina del comercio nacional. Se produce fuera porque es más barato y se consume lo de fuera porque lo de aquí es sólo para unos cuantos. La amenaza de devolución al país de origen puede ser un poderoso argumento a la hora de hacer que los esclavos trabajen, mejor incluso que los latigazos físicos. Para la nueva situación de esclavitud a la que por impregnación estábamos llegando los economistas le dieron un nombre eufemístico: Precariedad laboral. Y con la promesa de que esa precariedad laboral era la antesala de la recuperación económica y que, una vez superados unos puntos críticos de crecimiento, revertiríamos la precariedad laboral en el reino de del rey Midas fueron sacándonos los votos. Ya nada de lo que digan es creíble ni por los más ingenuos. La sustitución de la mano de obra no se ha hecho para hacernos ricos a todos. La sustitución se ha hecho para que nuestros pobres puedan ser los pobres de algún amiguete en Bruselas, en Washingtón, o en Pekín. Y los suyos, nuestros, por muy poco dinero.

 

 Así que no, nuestros hijos no están probando en Brasil la misma medicina que le damos aquí al inmigrante que llega en patera o salta la valla en Melilla. Nuestros hijos están en la situación de tener que probar una medicina lógica porque les hemos abandonado, porque no les hemos garantizado un futuro, porque les hemos quitado el pan de la boca.

 

Si uno mira las cifras de inmigrantes y peticiones de asilo del año 2013 que obran en poder del Ministerio de Interior (las últimas publicadas) podrá observar un hecho: El 78,17 de los inmigrantes que solicitaron asilo en nuestro país ese año eran hombres. 3.528 frente a 985 mujeres. con variación de las cifras es así año tras año. Me van a llamar sexista, homófobo y no sé cuántas cosas más por decir esto pero me voy a conceder el desahogo de hacerlo: viene mano de obra sin cargas. ¿Dónde están sus mujeres? ¿Dónde están sus madres o hermanas? No figura. Seguramente habrá que cruzar muchos datos estadísticos de todos los países del mundo para localizarlas y, aún así, es más que probable que no obtengamos evidencia de su rastro. Tal vez se hayan quedado solas en sus pueblos, rodeadas de ancianos y niños. ¡Ojalá! Porque también cabe la posibilidad de que hayan ingresado por su parte en la legión de mujeres controladas por las mafias de la prostitución. Desde luego, hoy son mucho más vulnerables que hace unas décadas, cuando sus maridos y hermanos velaban por su seguridad. Y si esto que digo es tan disparatado, ¿en qué andan trabajando muchas de las 985 mujeres que solicitaron asilo en nuestro país en 2013? En nada puede extrañarnos que nuestras mujeres estén malviviendo de la prostitución en las calles de Lima porque están probando nuestra propia medicina. He aquí el sesudo argumento de nuestro televisivo escritor.

 

Como para todo en esta vida, hay una solución. Yo no la tengo pero estoy seguro de su existencia. Sé que exigirá un cambio de modelo productivo y social. Sé que para llevarlo a buen término necesitaremos una revolución social contra el Estado y no contra el Gobierno, como nos quieren hacer creer. No se trata de un cambio de cromos y el ejemplo de Brasil es claro: Dilma, Lula, y el problema continúa. Sé que, si no es radical, exigirá una generación entera, tal vez más, para llevarse a cabo. Sé que empieza aquí, en casa, entre nosotros, al margen de leyes, constituciones y poderes superiores. Y sé que es necesario porque la situación actual no es sostenible y nos aboca a la destrucción.