Soy niña de los 70 que creció viendo por la tele las pelotas de gomas en las cargas policiales contra los trabajadores de los Astilleros, de la Naval, de huelgas y quemas de neumáticos, de los piquetes y de huelgas generales como aquellas de junio del 85 y diciembre del 88, esta última, paralizó todo el país.
He crecido en una sociedad donde compañeros de facultad trabajaban de peones de mudanza porque la beca no le permitían estudiar solamente y en su casa no había para más. He visto familias hundidas porque el don del trabajo les azotó con la indiferencia y con cuarenta y muchos años, no encontraron mala puerta a la que tocar.
La sociedad que veía y descubría, enterraba a sus muertos con vergüenza en muchas ocasiones, sin responso y de noche, sacados por sacristías para que no vieran las hienas cobardes que aquellos restos recibían consuelo cristiano. Una sociedad que en Madrid detestaba las matrículas de los coches acabadas en HB por su connotación política.
He visto amanecer la vida, en una sociedad sembrada de cadáveres roídos por la droga, barrios enteros de nuestra querida capital en las que había casas cuyos jóvenes habían caído en las garras de la heroína, donde se atracaban bancos para conseguir un pico o lo que es peor, se robaba a punta de navaja para conseguir un buen viaje.
Ante ese panorama, nuestros gobernantes no hacían nada, los GAL, Roldán, Vera, Barrionuevo, el Gobernador del Banco de España, años confusos cuando despuntaba en mi la juventud. Años 80 y principios de los 90.
Mi vida en casa había sido todo menos convulsa, tranquila, sin sobresaltos, pero con conciencia. Mi padre era distinto al resto de padres. Comprometido, no era moderno, no era cómodo y hablaba alto y claro. Lector empedernido, hablaba con todos y de todo, ayudaba a todo el mundo, era apasionado, algo le hacía especial.
Mi madre tampoco era normal, mucho más joven que mi padre, al igual que él titulada universitaria y trabajadora al margen de sus labores. En casa se hablaba de todo, de política también, nunca se hizo en términos de buenos y malos.
Mi padre por la edad vivió la guerra, checas y casi Paracuellos, estuvo en Porlier.
De niña me encantaba escuchar a mi padre hablar, contar aventuras y desventuras en las reuniones familiares y de amigos que se celebraban en casa, muchas veces escuchaba detrás de una puerta o sentada en el jardín y empaparme de cosas que a los niños no suele interesar.
Hablaba mi padre de las ayudas que Auxilio Social repartía entre los niños y no tan niños, de cómo la Sección Femenina permitió a muchas mujeres aprender a escribir, a recibir formación tan básica como los cambios que se producen en el cuerpo femenino cuando pasas de niña a mujer, o a freír un huevo o a llevar las cuentas de la casa familiar.
De cómo se paliaba el frio y el hambre con cuestaciones y roperos, de cómo hacían gimnasia las jóvenes y no tan jóvenes para mantener el cuerpo sano en una mente limpia.
Contaba mi padre como se levantó esta España con el esfuerzo de todos, con el trabajo, sin perder la alegría ni las ganas de juerga que nos caracteriza, aún en las peores circunstancias.
Oía decir cómo se hacían negocios, cómo se podía uno comprar un piso y el apartamento en la playa y el chalecito en la sierra, cómo se marchaban las madres con los hijos a la playa varios meses en verano, como si perdías el trabajo encontrabas otro rápidamente; contaba mi padre que el alquiler no se te podía subir, que si eras buen estudiante obtendrías una beca para salir de tu pueblo e ir a estudiar a la universidad, o podías obtener un oficio empezando de aprendiz o accediendo a las universidades laborales.
Escuchaba a mi padre narrar, como se respetaba a las mujeres, se cedían asientos a las personas mayores, se les ayudaba a subir la compra y cruzar la calle, había pocos mendigos y Madrid era alegre y ya, faldicorto.
Contaba mi padre, que se empezaron a pagar 14 pagas, a tener seguridad social, acceso a la sanidad, médicos en casi cada pueblo, colegios nacionales, autobuses y carreteras, trabajo y alegría y pan en las mesas.
Contaba mi padre que también había sombras, no había amanecido para todos por igual, hubo personas que dejaron sus casas y familias para quitarse el hambre a paladas, llenaron las minas belgas, las fábricas francesas y alemanas, pero eran bienvenidos y apreciados, no llegábamos a delinquir, íbamos en orden y temerosos de Dios y la Ley.
Contaba mi padre que todo aquello fue posible gracias a unos cuantos hombres que dieron su vida en la peor de todas las guerras, aquella que enfrentó a familias, vecinos, amigos… lo contaba sin odio, sin petulancia, pero con orgullo porque decía que todo había sido posible gracias entre otros a los camisas azules, camisas como la que guardaba en su armario.
No hablaba de las torturas sufridas a manos de sus captores, ni de la portera que le delató por resentimiento, no hablaba de quienes mataron a la abuela, hablaba de esperanza, de fábricas de coches en el sur de Madrid, de viajar, de poder ir a misa los domingos, de plantar margaritas en los parterres de la entrada, de conquistar a la morena de su vida y lucirla por la Avenida de José Antonio con el clavel en la solapa, de su Atlético de Madrid.
Contaba mi padre, que yo podía estudiar y acudir al médico porque hubo hombres y mujeres que se batieron el cobre, perdieron la vida para que yo fuera libre, eligiera mi destino y hasta el lugar en el que vivir; que el amor a la patria, a esta bendita tierra, hizo que muchos españoles, italianos, alemanes, se la jugaran aquí para que yo pudiera saltar a la comba en el patio de mi colegio católico.
Contaba mi padre que cuando uno intenta romper la patria todo está permitido menos no defenderla, contaba mi padre que cuando atacan a un compañero hay que estar en primera línea de combate junto a su hombro sin preguntas, como con la familia.
Por todo eso que yo escuchaba contar a mi padre en las largas sobremesas de verano sabía que mi padre era especial, distinto. Con el tiempo descubrí los textos de JOSÉ ANTONIO y todas esas cosas que oía contar a mi padre, empezaban a tomar sentido, y ya con el tiempo supe qué le hacía tan especial, mi padre era FALANGISTA. No rezumaba odio, no vivía del pasado, su amor por España le llevó a sufrir lo inimaginable, a perderlo todo, a trabajar duro para recomponerse, a ser respetuoso pero aguerrido, a defender su ideal y luchar por él, a no dejar nadie atrás….
Todo eso, que yo escuchaba a mi padre contar, lo he revivido en estos días de la desgraciada gota fría valenciana. He visto a mayores, jóvenes, ricos, pobres y mediopensionistas ayudar, entregar lo que probablemente no les sobraba, limpiar barro, llevar agua, cargar y descargar furgonetas, hacer cajas, seleccionar y clasificar ropa, alimentos, productos de higiene, alimentos para mascotas. He visto poner su esfuerzo y/o su dinero para ayudar a nuestros compatriotas. He visto a los Jefes Nacionales cargar y descargar cajas, a Mercedes, Julito, Mille, los chavalines de Núcleo Nacional, algún tarrilla de Castizos y a muchos otros camaradas, Mencía, Juárez, Franco, Heras, Reguilón, Begoña, Marta, Ana y Manolo…. hacer cadenas hombro con hombro para terminar antes y que pase la siguiente furgoneta, sin desfallecer, sin importar los dolores, lesiones o la edad. Nadie ha preguntado si el receptor es alto, rubio, guapo o feo, rico o pobre, hemos visto sufrir a los valencianos y nos hemos lanzado en tropel a ayudar. No hemos sido los únicos, si los primeros en bajar desde Madrid cargados de la ayuda posible en esos momentos; nosotros sin más ayuda que nuestros teléfonos, y manos, nos pusimos al tajo y conseguimos movilizarnos para la más alta de las tareas que todo español y todo católico debe tener en la vida, la ayuda a los demás, la ayuda a la tierra.
También he visto a los que no he visto, a los que desde el sofá de su casa decían esto o aquello, los que han inventado excusas pueriles para justificar su falta de arrojo y compromiso, a esos, también los he visto.
Estos días he visto las diferencias entre ellos y nosotros, no bajamos buscando foto alguna, ni publicidad ni medallas ni honores, no lo pensamos y nos lanzamos a la carretera aguantando el llanto y conteniendo la respiración en más de una ocasión pensando en cada casa que no tenía pan, que no tenía lumbre y que no tenían Justicia, porque unos malnacidos estuvieron pendientes de otras cosas antes de cumplir con su obligación. Todos y cada unos de los viajes que han dado nuestros camaradas ha llevado nuestra fuerza, nuestro compromiso y nuestro amor a la Patria, cada caja, garrafa, pala o rastrillo llevaba impregnada la esencia de nuestro ideal.
No nos ha importado el cansancio, el dolor físico del cuerpo, teníamos el alma limpia, llena de orgullo de estar donde había que estar en el momento que había que estar, como bien dice nuestro gran MARTIN YNESTRILLAS.
Por cosas como estás yo ahora le cuento a mi padre al cielo: Papá, ya sé por qué soy FALANGISTA. Gracias por haberme dado este honor.