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Lo peor de algo que salió mal, lo peor de una enfermedad, es cuando no se desean reconocer los síntomas del enfermo, los síntomas de la enfermedad. España contrajo una enfermedad que, por falta de higiene, y posiblemente con medidas muy sencillas se podría haber atajado, no hubiera pasado de lo anecdótico, no hubiera pasado de un mero resfriado.

 

 

Es posible que, por la desidia de muchos y la cobardía de otros tantos, la enfermedad desarrollada sea terminal. Nadie de los que tienen la posibilidad de aplicar remedio desean curar al enfermo. No reconocen que algo se hizo mal, no reconocen que las terapias aplicadas hasta el momento, lejos de mejorar al paciente, lo han empeorado hasta límites que pudieran ser fatales.

 

La transición que muchos ponen como ejemplo de convivencia, como ejemplo de armonía, no fue más que una ilusión óptica cargada de falsedad y mentiras, quiero pensar que un conjunto de buenas intenciones y voluntades que buscaban una salida para España a la muerte de Franco, pero no podemos poner como modelo aquello que costó cerca de 1000 muertos, no podemos presumir de una España, que 40 años después no sabe ni lo que es ni lo que quiere, una España desnortada que no tiene clara su identidad como nación. Una España puesta en duda de forma constante y continuada. Definitivamente la transición fue un rotundo fracaso, origen de lo que hoy nos pasa.

 

Todavía escucho a ilustres personajes presumir de transición y hablar del espíritu del 78 y solo en privado reconocer que lo único que se hizo mal fue el estado autonómico, el café para todos. Como si la transición y el estado autonómico fueran dos cosas que se pudieran disociar, dos cosas que se pudieran entender por separado. Una cosa fue consecuencia de la otra.

 

El estado autonómico es el mayor logro de la transición, y por ende su mayor fracaso. Nadie, a la muerte de Franco, ponía en duda la democracia parlamentaria como mal menor, que al final se ha descubierto, como mal mayor por su desarrollo posterior. La democracia actual ha desembocado en un estado fallido, el español, incapaz de hacer frente a los principales problemas que nos acechan y que amenazan a nuestra supervivencia como país.

 

Este sería el momento ideal para reflexionar y reconocer lo que se hizo mal, reconocer donde está el fallo e intentar solucionar y revertir la situación. Estamos en la encrucijada, estamos en el momento álgido de tomar las decisiones correctas. España necesita un rearme moral e ideológico, necesita un cambio radical de políticas. El desmantelamiento del modelo territorial autonómico, la asunción de competencias por parte del gobierno nacional, el cambio de la ley electoral, son solo algunas de las medidas necesarias, que no las únicas, para intentar salvar a un enfermo llamado España.

 

Si seguimos en esta absurda y loca política de no reconocer lo que se hizo y se está haciendo mal, de tapar los errores y de seguir ahondando en el error, España corre el riesgo de desaparecer tal y como la conocemos. A la deslealtad de la izquierda, se le suma la desidia de la derecha. No se trata de dialogar, de hablar sobre lo que es España o debería ser, se trata de cerrar de una vez por todas el estéril debate autonómico, su división territorial que se ha demostrado inmoral e insostenible, creando castas y ciudadanos de primera o segunda, dependiendo del lugar donde se resida, y sobre todo secuestrando una democracia donde no todos los votos valen lo mismo. Un sistema caciquil y de prebendas que perjudica a los más desfavorecidos y facilita la explotación y utilización partidista de elementos regionales elevados a categoría de nación, exagerando y poniendo el acento en lo que nos diferencia y no en lo que nos une.

 

 

Javier García Isac