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Al igual que en el teatro clásico griego las pasiones se liberaban mediante la catarsis (un proceso de purificación que los espectadores experimentaban en los actores, en lugar de vivirlo en sí mismos), también nosotros hemos padecido esta semana pasada una verdadera catarsis gracias a la moción de censura podemita, bien que por la vía del estrambote bufo.

 

Desde el primer momento, todo el asunto tuvo un irreprimible aire de farsa. La moción estaba pensada con un objetivo primordial: conseguir para Podemos la ansiada hegemonía en la izquierda, obligado paso previo al prometido asalto del paraíso. Para eso –calculaban- había que machacar a Susana Díaz, denunciando su esencial concomitancia con Rajoy, y qué mejor forma de escenificarlo sino mediante un acontecimiento que hechizase al país ante los televisores.

Todo se les vino abajo cuando la militancia socialista –que no se entera de lo mal que casa su radicalismo con el censo electoral- tiró por la calle de en medio y le dio por elegir un secretario general en lugar de un candidato a la Moncloa. De modo que, no sin lógica, una parte de las bases ultraizquierdistas podemitas reclamaron abortar el proyecto, convertido ahora en un absurdo, algo que la dirección de nuevo optó por ignorar. 

Así que la presentación de la moción terminó efectuándose, con una birria de puesta en escena: una Irene Montero sobreactuada, histriónica y a ratos histérica; y un Pablo Iglesias embutido en una chaqueta como arrendada por el cochero del conde Drácula (eso le pasa por no seguir el consejo de Monedero: cuando dudes, tienes que pensar en lo que haría el comandante Chaves. Y Chaves, Pablo, no se habría puesto jamás esa chaqueta. Y lo sabes).

Parlamentariamente, tampoco fue mejor. Incluso el indolente Rajoy, aún más trabado que de costumbre, ha superado el envite con suficiencia, y hasta alguna oradora menor les ha sobado los morros con la simple, pero infalible, receta del sentido común. 

No es por casualidad que el ingrediente básico en las tragedias griegas fuese la hybris, que traducimos por esa especial soberbia que ciega a los hombres hasta el punto de hacerles creerse mejores que los dioses. Y lo que hemos visto ha sido un ejercicio de la peor hybris, del orgullo desmedido.

Hay soberbias comprensibles, pero no por ello menos letales: muchas de ellas han marcado nuestro tiempo histórico. La de Serrano respecto a Franco; la de Ciano respecto al Duce; la de Torcuato frente a Adolfo; o, más convenientemente para el caso que nos ocupa, la de Trotsky respecto de Stalin. En las cuatro ocasiones la cosa terminó con el soberbio de rodillas y, en dos de ellas, la hybris les costó a los susodichos algo más que la posición. Sólo los españoles, para que luego digan, salvaron el pellejo. 

Pero la soberbia es menos comprensible cuando no encuentra asiento razonable para su hipertrofia. Iglesias pareció desahogar un viejo resentimiento con Rivera, pero no por ser este de mudables convicciones, sino por disputarle no sé si la ira o las uvas. Y quiso entonces marcar distancias recomendándole más lecturas, que suele ser cosa de profes o de los que andan escasos de ellas; o de quienes reúnen ambas condiciones, que anduvo aquí Iglesias muy fiado a la flaqueza de memoria del personal, tras la exhibición kantiana de no hace tanto. 

La moción de censura, volviendo al núcleo de la cuestión, ha sido un plúmbeo ejercicio de propaganda ultraizquierdista, pues. Una propaganda que les hemos costeado entre todos, como Göbbels anotó en su diario cuando fue elegido diputado por primera vez: ¡El sistema financiando a quienes quieren destruirlo! ¿O será que no quieren...?

Aquí es donde se descubre el toque naïf. No deja de ser divertido ver a los podemitas mofarse del sentido reverencial con el que los cofrades de la adoración constitucional denuncian sus trapis, convencidos de que va a servir de algo ventear lo de Venezuela, lo de la pasta iraní, lo de la fiesta de Black (en la que los nenes salían con unos cuantos pisos de más), el obsceno nepotismo municipal podemita o la lenidad de la justicia para con sus canalladas de diverso pelaje.

Pero lo mejor de todo ha sido, sin duda, la peregrinación colectiva para consolar a Irene a cuenta de la imperdonable alusión tangencial del machirulo Hernández. Y es que le ha bastado a la Pensionaria unas lagrimillas pretendidamente sentidas para convocar al exorcismo del Satán machista.

¿Lágrimas? Permítanme precisarles algo: se están descojonando de todos ustedes. Y no digo que Irene no haya llorado de veras. Acostumbrados a que los insultos -y las chanzas y despellejamientos públicos- circulen en sentido contrario, los podemitas son muy sentidos para según qué cosas cuando les toca apechugar. 

Que sí; que igual es que la rabia le ha podido. Probablemente porque barrunta que son legión los españoles que están ciertos de que, de no ser por su relación personal con Pablo, de qué iba a estar ella de número dos de lo que sea. Como sucedió con aquella chica de Rivas Vaciamadrid, cómo se llamaba…Tania…pues eso... ¿Alguien duda de que la carrera de Tania se ha visto condicionada, para bien y para mal, por la misma razón que la de Irene?

Lo que nos sirvieron esta pasada semana ha sido como un fiambre de género del dueto Glez-Guerra de los ochenta, con una ella en modo imperativo y un él afeminado, susurrante y con coleta, absolutamente kitsch. Todo lo que hacen está calculado; las lágrimas de Irene son parte de un proceso de victimización que saben rentabilizar como nadie, ellos que administran con carpetovetónica generosidad el insulto, y que proyectan alegre y oscuramente la diabolización del prójimo. 

Las lágrimas de Irene no son creíbles porque calló cuando, con insuperable machismo, saltó a los medios el sadomaoísmo de un Pablo que quiso, no hace tanto, sangrar las nalgas de otra Montero, esta vez Mariló. Las lágrimas de Irene no son creíbles porque tampoco se la recuerda llorando de incontenible rabia cuando su chati ofreció el despacho para los desahogos de Andrea Levy y cierto podemita, que ya hace falta. 

Pero las lágrimas de Irene no resultan creíbles, sobre todo, porque ella, que blasona de feminista se rige por el principio de que “lo privado es también político” (copyright Kate Millet), y actúa así porque sabe que una sentida efusión de emotividad juega un papel político de primer orden, sobre todo cuando te permite victimizarte. Así que sus lágrimas son políticas, porque ese sentimiento tan íntimo había que exhibirlo, exponerlo, pasearlo y patrimonializarlo por la bancada del Congreso.  

Tengo para mí que las lágrimas de Irene, de no ser mujer, no se hubieran producido. Al menos, hasta el momento, no se han visto en Echenique, ni en Errejón, ni en Espinar y, ni que decir tiene, en Pablo.

 

Y eso es lo que me pregunto: ¿alguien, ante unas palabras que implicaban a los dos de la pareja, vio a Pablo llorar?