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Categoría: Artículos
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Resultado de imagen de jose utrera molina

 

Tengo la certeza de que cuando se cumpla la hora de los enanos que nos ha tocado vivir y se difuminen los prejuicios ideológicos de nuestro tiempo, volverán a ponderarse los ejemplos personales por encima de las filias y fobias de cada cual. Porque, en definitiva, hay pocas muestras más elocuentes de la grandeza humana que el reconocimiento al adversario. 

 

En la España de nuestros días –a la que parece urge borrar el pasado con pulsión homicida- sucede todo lo contrario. Un proceso de envilecimiento agudo impide la mínima concesión, el menor reconocimiento, a quienes militan en la trinchera de enfrente, porque es condición del rencor el enconarse tanto más cuanta mayor sea la grandeza de aquello que odia.

 

Décadas antes de que ese encanallamiento se expandiera, pertinaz, por todo el cuerpo social, nos enseñaron a admirar cosas como el heroísmo y la fidelidad a una causa. Por supuesto que razones para el resentimiento nunca han faltado, pero estas rara vez conseguían entristecernos de rencor. La literatura que devorábamos y las películas que nos ataban al sillón de la sobremesa, como lo que nos predicaban nuestros mayores, mostraban que no importaba tanto la causa cuanto el gesto, muchas veces desesperado, del valor y de la lealtad. Así nos educaron. 

 

No conocí a José Utrera Molina; jamás le tuve, que yo sepa, a menos de dos metros y, aunque alguna vez me acometió el impulso espontáneo de saludarle, un seguramente estúpido respeto humano me refrenó. Algo, como puede suponerse, que lamento hoy más que nunca.

 

De Utrera admiré muchas cosas, pues era hombre admirable en un sinfín de sentidos. Fue modelo de servicio público, inspirado en esa idea inscrita en las mejores páginas de la generosidad joseantoniana que conceptúa la política como sacrificio. Sabía -quién mejor que él- que, no siendo el régimen falangista, ni habiéndolo sido nunca, al amparo del mismo habían podido los falangistas realizar una honda labor social al servicio de los españoles.   

 

Jamás, en más de dos décadas de ejercicio político, su comportamiento desmintió el fuerte impulso moral que lo animaba. Cuando el avejentado general a cuyas órdenes sirvió se despidió de él, ya en el tramo final de su vida, le rogó, con profunda emoción:

 

“Solo le pido que no cambie, que continúe fiel a los ideales que ha servido. Una lealtad como la suya no es frecuente”.

 

Utrera así se lo juró a Franco, y en los años que siguieron a su muerte, supo mantenerse incólume en mitad de la estampida. Sabía, en confesión propia, que su mejor hora había pasado y que ya no habría de volver. 

 

Con algo de melancolía recordaba en un artículo de no hace muchas fechas, que deseaba morir "con la certidumbre de que hasta el último momento de mi vida, he respetado la verdad y he rechazado el odio”. Y tengo para mí que ha así ha sido.  

 

Cuando llegue el día –que habrá de llegar- en el que se recupere el gusto por la norma, y se veneren la verdad y la justicia; y en el que las gentes en lugar de burlarse de los hombres íntegros los tenga como ejemplo; cuando llegue el día -que habrá de llegar- en el que, como en aquella literatura de nuestra juventud, se realcen el valor y la lealtad y se respete, antes que nada, la limpia ejecutoria personal; cuando llegue ese día, en fin, de muchos de entre quienes se declararon sus enemigos -sin que él los tuviera por tales- no quedará ni el recuerdo.   

 

José Utrera Molina ha muerto fiel a su bandera, como prometiera un día, hace ya cuarenta años. Cuarenta años durante los que se convirtió en un monumento a la lealtad. Que lealtades como la suya, así le dijo el general, no son frecuentes.  

 

 

Fernando Paz